—Tengo que preguntarles, señor —respondió el niño, abrazando la tarjeta como si fuera un tesoro.
De camino a casa, en el autobús, Lucas miraba la tarjeta una y otra vez. No imaginaba que ese pequeño rectángulo de papel era la llave que iba a abrir una puerta llena de secretos, dolor… y también nuevas oportunidades.
Esa noche, en la casa pequeña de paredes agrietadas, contó toda la historia a su abuela. Helena escuchó en silencio, con la cuchara suspendida sobre la olla de frijoles. Cuando vio el nombre escrito en letras doradas, se quedó muy quieta.
—¿La señora conoce a ese hombre? —preguntó Lucas.
—No estoy segura… —respondió, pero sus ojos decían otra cosa. Había un reconocimiento antiguo en su mirada.
Cuando Fernanda llegó del trabajo, agotada y con los hombros caídos, Lucas volvió a contar todo. Cuando ella leyó “Antônio Mendes”, el color se le fue del rostro. Cambió una mirada silenciosa con su madre.
—Es un nombre conocido, hijo —dijo finalmente—. Es un hombre importante en São Paulo.
Pero Lucas sintió que no era solo eso. Como si aquel nombre hubiera arrancado un recuerdo que las dos preferirían dejar enterrado.
Aun así, después de discutirlo, aceptaron la invitación. No sabían que, al hacerlo, estaban caminando directo hacia un pasado que nunca había sido resuelto.
El sábado, un coche negro y brillante los recogió en la calle de tierra del barrio. Los vecinos salieron a mirar. Lucas y Pedro iban con su mejor ropa, que no dejaba de ser sencilla, pero limpia y bien planchada gracias a las manos de Helena.
El restaurante al que los llevó Antônio era elegante, con manteles blancos y copas de cristal. Para Lucas, era como entrar en otro mundo. Pedro no podía dejar de mirar las luces y el gran acuario en la entrada.
Cuando el dueño se levantó para recibirlos, sonrió con calidez.
—Familia Ferreira, qué alegría verlos.
Pero cuando sus ojos se cruzaron con los de Fernanda, hubo un segundo de silencio pesado. Él la reconoció. Ella también. Y al mirar a Helena, la certeza se hizo aún más fuerte: no era la primera vez que sus vidas se cruzaban.
Durante la cena, hablaron de cosas ligeras: la escuela, el barrio, los sueños de Lucas, las travesuras de Pedro. Pero bajo la superficie, la tensión crecía. Había preguntas que ninguno se atrevía a hacer delante de los niños.
Solo cuando los dos pequeños se fueron al acuario, Antônio respiró hondo.
—Fernanda… doña Helena… necesito ser sincero con ustedes.
Las dos se pusieron rígidas.
—Cuando Lucas me dijo el nombre completo de ustedes, tuve una sospecha —continuó él—. “Helena”, “Fernanda”, “Ferreira”… Hace treinta y tantos años conocí a una familia con esos mismos nombres.
Fernanda apretó la servilleta con fuerza.
—Tú desapareciste —dijo en voz baja, con los ojos llenos de lágrimas—. Un día estabas ahí, siendo amigo de mi hermano, ayudando en casa… y al siguiente habías desaparecido como si nunca hubieras existido.
Antônio cerró los ojos un segundo.
—Yo… estaba empezando la empresa, me casé, mi vida cambió muy rápido. Tu hermano se metió con gente peligrosa, y yo… tuve miedo. Me alejé.
—Lo abandonaste —dijo Helena, con la voz afilada por años de resentimiento—. A él y a nosotros.