—Rodrigo —su voz cortó el aire como un cuchillo.
El gerente se giró y, en un segundo, la soberbia desapareció.
—Señor Antônio… yo solo estaba… solucionando una situación.
—Yo vi exactamente qué estabas haciendo —respondió el dueño, sin subir el tono, pero con una dureza que hizo que varios se encogieran en su sitio.
Se acercó a la recepción, tomó el sobre amarillo y lo abrió. A medida que leía, su expresión cambió. Eran documentos confidenciales, los mismos que llevaba dos días buscando: papeles de una negociación millonaria que, en manos equivocadas, podían arruinar años de trabajo.
El silencio se hizo absoluto.
—¿Dónde encontraste esto? —preguntó a Lucas, pero su voz era totalmente distinta a la de los demás: era suave, respetuosa.
—Volviendo de la escuela, señor —contestó el niño, aún inseguro—. Estaba en el suelo, cerca de la lanchonete del señor Jorge, en la calle de las Acacias. Vi el logo de la empresa y creí que debía traerlo.
—¿Y por qué no te lo quedaste? ¿Por qué no pediste una recompensa?
Lucas lo miró, confundido.
—Porque no es mío, señor. Mi abuela dice que solo podemos quedarnos con lo que nos pertenece. Lo demás hay que devolverlo.
Algo se movió dentro del pecho de Antônio. Hacía años que no veía una honestidad así: simple, directa, sin cálculo. En ese instante entendió que ese pequeño gesto no solo había salvado una negociación, sino que le estaba mostrando algo que él mismo había olvidado. Y también, sin que nadie lo supiera aún, estaba a punto de abrir la puerta a un pasado que creía enterrado para siempre.
Llevó a Lucas a su despacho, con Rodrigo detrás, pálido como papel. Le pidió al gerente que esperara, y se sentó frente al niño. Le habló como a un igual. Le preguntó dónde vivía, con quién, cómo era su vida.
Lucas contó, despacio, al principio con vergüenza: vivía en el barrio Jardim São Pedro, con su abuela Helena y su hermanito Pedro. Su madre, Fernanda, trabajaba limpiando casas y casi nunca estaba en casa. Él iba a la escuela, y después ayudaba en la lanchonete para ganar unas monedas para los gastos y los remedios de la abuela, que estaba enferma del corazón. Tenía diez años, pero hablaba como alguien mucho mayor.
Antônio escuchaba con el corazón apretado. A esa misma edad él también había vendido dulces en la calle, también había tenido una madre agotada, también había sabido lo que era irse a dormir con hambre. Su historia y la del niño se parecían demasiado.
—Lucas —le dijo al final—, tú no solo ayudaste a esta empresa. Me ayudaste a mí. Me recordaste de dónde vengo.
Le dio una tarjeta con su nombre en letras doradas.
—Quiero conocer a tu abuela y a tu madre. ¿Crees que aceptarían cenar conmigo?