Se quedó mirando aquella nevera desolada, con la mano todavía apoyada en la puerta, mientras un pensamiento incómodo se instalaba en su mente. Algo estaba mal. Muy mal. La campana de la puerta lo sacó de su trance. Corrió a abrir. Era doña Lúcia, la vecina de tres casas más adelante, una señora de cabello blanco que lo conocía desde niño. Tenía los ojos húmedos y le agarró las manos con fuerza.
—Ay, hijo… gracias a Dios que volviste.
—¿Qué pasó? —preguntó Mauricio, con la voz más tensa de lo que quería—. ¿Dónde está mi madre?
Doña Lúcia respiró hondo, como quien se prepara para dar una noticia que no quiere dar.
—Mauricio… tu mamá anda pasando necesidad. La hemos visto por el barrio… pidiendo comida en las casas. Tu madre pide plato de comida, hijo.
Las palabras cayeron entre ellos como piedras. Mauricio sintió que las piernas le flaqueaban.
—Eso no tiene sentido —murmuró—. Yo mando dinero todos los meses, nunca falla.
—Yo también pensé que era raro —continuó Lúcia—. Pero hace unas tres semanas la vimos cada vez más flaquita, caminando por ahí con un plato en la mano. La semana pasada vino a mi puerta… pedía si no me sobraba un plato de comida porque estaba con mucha hambre. Mauricio, estaba temblando.
El mundo se le puso borroso. Tres semanas. Tres semanas de hambre y él sin sospechar nada. Revisó rápido su celular: ningún mensaje, ninguna llamada perdida de su madre. Rareza total. Ella siempre lo llamaba, aunque fuera solo para preguntarle si estaba comiendo bien.
—¿Dónde está ahora? —preguntó, con un hilo de voz.
—La vi hace como veinte minutos caminando hacia la casa de Mariana, allí al final de la calle.
Mauricio prácticamente salió corriendo. Cada paso le pesaba toneladas. Doblando la esquina, bajo la luz amarilla del poste, la vio: una figura encorvada, extremadamente delgada, con un vestido que le quedaba grande y un plato vacío entre las manos temblorosas. Era su madre, pero parecía haber envejecido años en quince días.
—¡Mamá! —gritó él, con un nudo en la garganta.
Maria das Dores se giró despacio. Cuando lo vio, los ojos se le llenaron de lágrimas de inmediato. El plato casi se le resbaló. Dio un pasito hacia atrás, como si quisiera esconderse.
—Mauricio… hijo… volviste —susurró, avergonzada.
En ese instante, el collar de perlas dejó de tener sentido. Mauricio corrió y la abrazó con toda su fuerza. Sintió los huesos marcados bajo la tela, el cuerpo temblando, el llanto contenido de semanas explotando en sollozos contra su pecho. Ella repetía entre lágrimas:
—Perdóname, hijo, perdóname por avergonzarte así…
Y él solo pensaba una cosa: el avergonzado era él. Lo que estaba a punto de descubrir esa noche no solo rompería su corazón, sino que también lo obligaría a elegir entre su matrimonio y la mujer que le había dado la vida.
Llevaron a Maria a la cocina de Mariana, donde la vecina ya los esperaba con un plato de sopa caliente. Maria se sentó despacio, como si cualquier movimiento pudiera quebrarla. Tomó la cuchara con manos trémulas y empezó a comer despacio, saboreando cada bocado con la devoción de quien hace mucho que no ve comida de verdad. Las lágrimas le corrían por las mejillas y se mezclaban con el caldo. Mauricio, sentado a su lado, le sostuvo la otra mano.
—Mãe, ¿qué está pasando? ¿Por qué no me llamaste? —preguntó, tratando de controlar la voz.
Ella bajó la mirada, consumida por la vergüenza.