—Intenté llamarte, hijo… muchas veces. Pero tú nunca contestabas. Pensé que estaba molestando, que estabas muy ocupado…
Mariana se acercó con el celular viejo de Maria en la mano. La pantalla estaba rota y casi no prendía. A través del ordenador de la vecina, Mauricio logró entrar a la cuenta de su madre. Lo que vio ahí le heló la sangre: decenas de mensajes enviados, todos con el mismo tono desesperado, y un registro de llamadas intentadas una y otra vez.
“Hijo, no tengo comida en casa.”
“Hijo, tengo miedo.”
“Hijo, por favor, llámame.”
Mauricio sintió que le arrancaban algo por dentro. Entonces revisó su propio teléfono. En configuración encontró la explicación: el número de su madre estaba bloqueado. Bloqueado. Él nunca habría hecho algo así. Sabía exactamente quién lo había hecho: Viviane, su esposa, que tenía acceso a sus contraseñas. Un pensamiento oscuro se abrió paso en su cabeza: ¿hasta dónde había llegado ella?
—Mãe, necesito que me cuentes todo —dijo, ya con tanto dolor como rabia—. Desde el principio.
Maria suspiró, retorciendo las manos en el regazo.
—Empezó hace como cuatro meses. Tú habías viajado a aquel congreso… Viviane vino a casa, dijo que iba a cuidar de mí mientras estabas afuera. Al principio fue amable, traía compras, preguntaba si necesitaba algo. Después empezó a cambiar. Decía que yo gastaba demasiado, que tú mandabas dinero pero yo no sabía administrar. Me pidió mi tarjeta, mis contraseñas… dijo que se encargaba de todo “por mi bien”.
Mauricio apretó los dientes. Él conocía mejor que nadie lo cuidadosa que era su madre con el dinero. Maria continuó:
—Un día puso candado en la despensa, dijo que había ratas. Empezó a controlar la comida, el jabón, hasta el papel higiénico. Yo pensé: “Tal vez Mauricio está pasando dificultades y no quiere preocuparme”. No quería causar problema, hijo.
Mariana fue a un armario y sacó una bolsa plástica.
—Dona Maria me pidió guardar esto —explicó—. Tenía miedo de que Viviane lo encontrara.
Dentro había un cuaderno escolar viejo, de tapa dura. Mauricio lo abrió. Era un diario, lleno de la letra temblorosa de su madre. Leyó en voz alta:
“Hoy Maurício llamó preguntando cómo estoy. Le dije que todo bien. La verdad es que solo comí pan viejo. Viviane dijo que la feria estaba cara.”
Pasó la página.
“Hace tres días que solo tomo agua y como galletas. El estómago duele, pero no quiero ser carga para mi hijo.”
Otra más.
“Hoy cumplo 70 años. Nadie se acordó. Encontré un pedazo de pastel en la basura y lo comí. Estaba rico.”
El cuaderno se le resbaló de las manos. Se llevó los dedos a la cara y por primera vez en mucho tiempo Mauricio, el empresario fuerte y seguro, lloró como un niño. Su madre comiendo pastel del basurero el día de su cumpleaños mientras él cerraba un gran negocio en otra ciudad.
Esa misma noche, Neusa, la antigua empleada de la casa, apareció en la puerta con los ojos enrojecidos. Contó que había sido despedida por darle un pan con mantequilla a Maria cuando la vio famélica. Narró cómo la encontró un día hurgando en la basura del patio, buscando pedazos de carne tirados después de una fiesta que Viviane había organizado con sus amigas. Y cómo intentó llamar a Mauricio tres veces… sin conseguir que la llamada saliera. Su número también estaba bloqueado.
Era demasiado. El celular vibró. Era Viviane.
—¿Dónde estás? —preguntó ella, con voz dulce—. Llegué a casa y no estás.
—Estoy con mi madre —respondió él, frío—. Y acabo de ver cosas que jamás imaginé.
Hubo un silencio tenso.
—Mauricio, ella exagera todo, ya sabes cómo es… —empezó ella.
—Quiero que estés en casa en veinte minutos —la cortó él—. Y no me hagas repetir.
Colgó. Maria, asustada, intentó detenerlo:
—Hijo, por favor, no destruyas tu matrimonio por mi culpa.
Mauricio se arrodilló frente a ella y le tomó las manos, frías y marcadas de años de trabajo.
—Mãe, escúchame bien. No existe matrimonio, negocio ni sueño que valga más que usted. Si tengo que elegir, la elijo a usted siempre.
Cuando llegaron a la casa, Mauricio la ayudó a sentarse en el sofá. Fue a su cuarto y encontró el armario casi vacío, la cama sin sábanas limpias, una caja de zapatos con fotos antiguas escondida bajo el colchón. Una de ellas lo mostraba sentado en el regazo de la madre, los dos riendo cubiertos de harina mientras hacían pastel. Guardó la foto en el bolsillo, como si necesitara un recordatorio del amor que él mismo había descuidado.
Viviane entró poco después, arreglada, con ropa cara y bolso de marca. Paró en seco al ver la sala llena: Maria, Neusa, Mariana, Lúcia. Intentó sonreír.
—Amor, ¿qué está pasando aquí?
—Calla —dijo Mauricio, tan frío que hasta ella se estremeció—. Hoy vas a escuchar.
La confrontación fue inevitable. Él le preguntó por el dinero de la madre. Ella habló de “administración responsable”, dijo que Maria “no sabía manejar cuentas”, que había “dieta”, que todo era “drama de una anciana”. Mauricio le tiró el diario a los pies y la obligó a leer en voz alta la parte del pastel del basurero. La máscara se le resquebrajó. Cuando Maria, de pie, contó cómo la había tratado como un estorbo, como un insecto, la sala entera se llenó de una mezcla de indignación y compasión. Mauricio decidió en voz alta: