—No es caridad —dijo, cuando Fernanda intentó negarse a su ayuda—. Es mi responsabilidad. Yo causé parte de este dolor sin saberlo. Ahora que lo sé, no voy a mirar hacia otro lado.
Aquella noche, tres adultos cansados y heridos, y un hombre rico cargado de culpas, hicieron un pacto silencioso: cuidar juntos de ese niño honesto que, sin darse cuenta, había unido sus historias.
Los días siguientes, Antônio se movió rápido. Investigó a fondo a Rodrigo y descubrió la verdad: el gerente vendía información a la competencia y planeaba entregar los documentos que Lucas había encontrado. En una reunión con todos los directores, lo expuso delante de todos, no solo por la traición, sino por haber humillado a un niño que había hecho más por la empresa en cinco minutos que él en años. Rodrigo salió escoltado del edificio, y esa puerta se cerró para siempre.
Al mismo tiempo, se abrió otra. António consiguió los mejores médicos para Helena y para Lucas. A Fernanda le ofreció un buen puesto administrativo, con horario digno y seguro médico. Inscribió a Lucas en una escuela mejor, le compró los libros que siempre había querido y, sobre todo, empezó a pasar tiempo con él: enseñándole a leer números, a entender cómo funcionaban los negocios, escuchando sus ideas, dejándolo hacer preguntas.
Para Lucas, Antônio era “el señor de la empresa”, un mentor, un adulto que por primera vez lo miraba sin pena ni desprecio. No sabía que, en realidad, era su padre. Pero sentía, en el fondo, que entre ellos había un vínculo distinto.
El tiempo pasó. Un año después, cuando Lucas cumplió once años, Fernanda y Helena decidieron que había llegado el momento. Reunieron a la familia en la pequeña sala de la casa. Antônio estaba allí también, más nervioso que en cualquiera de sus negociaciones millonarias.
Helena empezó con suavidad:
—Hijo, hay algo muy importante que necesitamos contarte. Y quiero que sepas que todo lo hicimos por amor.
Fernanda respiró hondo.
—Lucas, yo te quiero más que a nada en este mundo. Pero… no soy tu madre biológica. Soy tu tía.
El corazón del niño se aceleró. Sintió que el suelo se movía.
—¿Cómo que… tía?